La crisis fiscal de Nueva York: lecciones para Puerto Rico

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Kathryn Wylde

Después de que Nueva York quedara al borde de la bancarrota en 1975, se impuso una junta de supervisión fiscal como condición para recibir un rescate estructurado por el gobierno estatal y federal, sindicatos e instituciones financieras. Durante los próximos 30 años, la ciudad tuvo que someter su presupuesto y ofertas de deuda a una junta compuesta por funcionarios nombrados por el estado y por líderes empresariales, para que esta los revisara y aprobara. Para el 2018, los factores que llevaron a la ciudad a la crisis fiscal –declive económico, pérdida de población y excesivo gasto público- se habían revertido y Nueva York emergió como una de las economías urbanas más fuertes y vibrantes del mundo.

Este cambio de rumbo en el destino fiscal de la ciudad fue posible gracias a la cooperación y el alto grado de confianza entre los líderes empresariales, laborales, de la sociedad civil y de todos los niveles del gobierno. Juntos construyeron un proceso de recuperación y reconstrucción que priorizó los intereses de la ciudad. La política partidista y las rivalidades sectoriales fueron esencialmente dejadas al lado; se impusieron rigurosos estándares y procedimientos contables; fueron la responsabilidad pública y la transparencia las que prevalecieron.

Durante este período, el gobierno local concentró sus limitados recursos en la mejora de los servicios municipales básicos: policía, saneamiento y educación. El tercer sector asumió nuevas responsabilidades para la prestación de servicios sociales, la revitalización de la comunidad y el desarrollo de la fuerza laboral. Las universidades, los centros médicos, las instituciones cívicas y culturales se asociaron para reconstruir vecindarios, atraer nuevas inversiones y talentos, y desarrollar industrias diversas. El sector empresarial desempeñó un papel más amplio en la planificación y el financiamiento de viviendas accesibles, la infraestructura y el desarrollo económico.

Hoy, Puerto Rico se encuentra en una situación similar a la ciudad de Nueva York en los años setenta, pero con desafíos políticos, fiscales y económicos que son sustancialmente más grandes y más difíciles de resolver. Los problemas de la isla son bien conocidos: $ 72 mil millones en deuda, $50 mil millones en obligaciones de pensiones no consolidadas, una población cada vez más pequeña, una economía en declive, empresas de servicios públicos quebradas, servicios de agua y luz devastados y la Policía, salud y educación pública con financiación insuficiente y generalmente deficiente. El impacto de los huracanes de 2017 ha llevado estas condiciones subyacentes a un punto dramático y ha intensificado la urgencia de abordarlas.

En Nueva York, el gobierno estatal fue la autoridad bajo la cual se resolvió la crisis fiscal. El gobierno de la isla carece del status legal o político de un estado. El gobierno de la isla está literalmente bajo el control del Congreso y, por los huracanes, también bajo el control del Departamento de Seguridad Nacional. Una jueza de Estados Unidos y una junta de supervisión fiscal federal están tomando decisiones fundamentales para la isla. La relación entre el gobierno puertorriqueño y las fuerzas que controlan el destino de la isla es contenciosa.

En marzo, William Dudley, presidente de la Reserva Federal de Nueva York, señaló que para que Puerto Rico logre una recuperación económica sostenible, todos tendrán que renunciar a algo; todos los sectores deben hacer su parte. Nueva York salió de la crisis porque todos los sectores hicieron su parte. Las voces partidistas hicieron a un lado sus sesgos ideológicos; los sindicatos abandonaron reclamos y aceptaron la necesidad de despidos y reducción en la nómina de empleados públicos; el sector privado asumió riesgos adicionales, invirtió en prioridades del sector público que históricamente no habían sido su foco y acordó los aumentos de impuestos necesarios.

Desafortunadamente, a pesar de la voluntad de la mayoría de los puertorriqueños por hacer los mismos sacrificios por su país, no están en posición de hacerlo. Los poderes del gobierno de la isla están limitados por el Congreso de Estados Unidos, haciéndolo mucho más débil que un gobierno estatal.

Para las cuestiones fiscales, Puerto Rico es tratado como un país extranjero; para el comercio, es una colonia a merced de los intereses comerciales de Estados Unidos, cuando se trata de ayuda federal y programas de derechos, es un hijastro pobre que recibe una fracción de los programas de financiamiento que van a los estados. Como informó Estudios Técnicos recientemente, la contribución de Puerto Rico a la economía de EE. UU. es el doble de lo que recibe, un déficit en la balanza de pagos que ha hecho que la isla dependa permanentemente de un gobierno estadounidense que en gran medida no responde.

Entonces, antes de que los puertorriqueños puedan confluir en un esfuerzo unificado para salvar a su isla, es el gobierno de Estados Unidos el que tiene que renunciar a algo. Eso podría comenzar con la modificación de la reforma contributiva, aprobada en diciembre de 2017, que trata a Puerto Rico como un país extranjero en lo que respecta al impuesto del 12% sobre muchas importaciones producidas en la isla. Debe incluir una exención de la Ley Jones que duplica el costo de envío desde y hacia Puerto Rico. Debe ajustar los fondos de Medicaid, SSI, Educación, cupones para alimentos y otros programas de ayuda y derechos para que estos reflejen los verdaderos costos y niveles de pobreza en la isla. Y cuando se trata de ayuda por desastre, el gobierno de Estados Unidos debe redirigir el 90% de los contratos y empleos que actualmente van a manos de contratistas de EE.UU. hacia negocios y residentes puertorriqueños que están preparados para asumirlos.

El estado de Nueva York pudo proporcionar estabilidad fiscal para la ciudad y un marco para retirar su deuda. El estado también alivió a la ciudad de algunas obligaciones financieras, como el financiamiento de las universidades públicas. En el caso de Puerto Rico, sólo el gobierno federal puede cumplir estas funciones.

Una vez que el gobierno federal haga su parte, es apropiado llamar al pueblo de Puerto Rico a tomar algunas medidas difíciles, tales como: reducir la complejidad y aumentar la productividad de la burocracia gubernamental; reformar las leyes y regulaciones que aumentan los costos y la dificultad de establecer una empresa, de esta forma incentivar la creación de más empleos en el sector privado.

Además, deberán convocar a la comunidad empresarial de la isla  a trabajar con el gobierno para incorporar la economía subterránea sustancial al sistema formal, con el fin de administrar mejor el crecimiento económico y aumentar los ingresos tributarios.

Para las universidades, las organizaciones no gubernamentales  y la diáspora, significaría subordinar los intereses ideológicos y políticos a las necesidades económicas y a el desarrollo de la fuerza laboral de la isla. Es importante destacar que implicaría el apoyo para una privatización responsable de los activos del gobierno y “no lucrativa” de los servicios públicos.

La falta de confianza de los puertorriqueños en el gobierno de los Estados Unidos está bien merecida y ha contagiado la cultura de la isla, lo que dificulta la colaboración tanto dentro de Puerto Rico como con el continente. El manejo de la crisis fiscal y el desastre natural han exacerbado la tensión. Solo una acción contundente del gobierno de los EE.UU. que demuestre su respeto por el pueblo y las instituciones de Puerto Rico colocará a la isla en el camino de la recuperación económica y le permitirá alcanzar la medida de autosuficiencia que necesita para seguir adelante.

Ponencia presentada ante el National Institute for Latino Policy en Nueva York, el pasado 3 de abril de 2018

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